lunes, 5 de octubre de 2009

Estancia en el hospital

Pues aquí estoy otra vez, dispuesta a seguir relatando los primeros días de Adrián en este mundo y de Joan y yo como padres.

Adrián fue llevado al nido como ya conté a los 3 cuartos de hora de haber nacido, pero en ningún momento estuvo en incubadora, sino en una cunita solitaria en mitad del dichoso nido, con una enfermera en la habitación contigua que solía estar más pendiente del ordenador que del bebé. Así estuvo 48 horas, desde el momento en que nos dijeron que los padres podíamos ir a verle siempre que quisiéramos, ya os imaginais todos, Joan y yo nos trasladamos a "vivir" al nido en sendas butacas y teníamos a Adrián en brazos prácticamente todo el tiempo, le dábamos los biberones, le cambiábamos los pañales e incluso a mí me dejaron bañarle la primera mañana.

La lactancia materna fue una auténtica pesadilla, tuve que escuchar todo tipo de gilipolleces (con perdón): que mis pechos eran demasiado grandes, mis pezones demasiado cortos, que mi hijo no tenía desarrollado el reflejo de succión (cuando succionaba los biberones como un campeón), y lo mejor de todo, que mi hijo era un vago porque prefería los biberones. Lo más irónico e indignante fue que le habían enchufado un biberón a la media hora de llegar al nido, a las 6 horas le habían dado otro, el cuál el pobre niño vomitó, y de resultas de esto, le habían hecho un lavado de estómago por si tenía "restos de parto". Todo esto sin decirnos ni una sola palabra a los padres. Para colmo le estaban poniendo chupete también, que cuando lo vi les dije que se lo llevaran inmediatamente. Pero no, según las enfermeras el problema eran mis pechos, demasiado grandes y mis pezones demasiado cortos.

Me lo ponía al pecho con 2 ó 3 enfermeras observando cada uno de nuestros torpes movimientos, las tenía bien encima, me ponían muy nerviosa porque me estrujaban los pechos para que saliera calostro, me estiraron de los pezones, en suma, veía las estrellas, y un momento o acto de amor como es el alimentar a tu hijo se convertía en una auténtica guerra con el bebé llorando como loco porque le aplastaban la cabecita contra mi pecho, le abrían la boca a la fuerza, y yo estaba más tensa que un palo. Visto el éxito, en cuanto tuve la subida de la leche, hacia el tercer día, pedí un sacaleches y comencé a extraerla para dársela en biberón por lo menos.

Al tercer día también nos dijeron que ya podía salir del nido pues estaba ganando peso, pero que continuábamos ingresados porque ahora tenía ictericia, y había que darle sesiones de fototerapia de 24 horas. Lo que hicimos fue llevarnos la cunita a la habitación con las lámparas de fototerapia, y así estuvimos día y NOCHE no 24 horas, sino 48. Nos daba muchísima pena ver al bebé medio desnudo, sólo con el pañal, y un antifaz, solito en medio de la cuna tomando los rayos UVA aquellos. Por menos de nada el antifaz se movía y se le quedaban los ojos al descubierto. Joan y yo no dormíamos nada, vigilando continuamente que no se le subiera el antifaz a la frente.

En el hospital lo pasamos francamente mal, en primer lugar porque estábamos deseando volver a casa pero no había manera, cada mañana cuando visitaba el pediatra, que por cierto le han llegado a ver 3 distintos y cada uno con sus criterios e ideas completamente diferentes al anterior, salía algo nuevo y ese día tampoco podíamos irnos. Compartir habitaciones minúsculas es verdaderamente incómodo, entre las 2 camas, las 2 cunitas, y las 2 butacas de acompañante, prácticamente no se podía pasar. Sumado a las visitas que recibían nuestras compañeras de habitación (una tarde llegamos a ser 13 personas!!!) aquella situación era de locos.

Así que al 6º día, cuando llega la 3ª pediatra en cuestión y nos dice que el bebé ya tiene los niveles de bilirrubina normales, que ha respondido muy bien a la fototerapia, pero que nos quedemos 24 horas más en observación, le dije que tururú, que se quedara ella si quería, y firmamos el parte de alta voluntaria, no sin antes tener que escuchar su reprimenda y su intento de meternos miedo por si le pasaba algo al niño. Lo que ella no sabía era que yo no estaba tomando esa decisión a lo loco, había hablado con bastantes familiares médicos y sabía que una vez que los niveles de bilirrubina en sangre comienzan a descender, es muy improbable que vuelvan a subir. Así que como llevaban 2 días bajando y además estaban dentro de la normalidad, au revoir al hospital Mateu Orfila de Mahón.

Nos fuimos con tantas ganas y prisas que Joan se dejó un tiesto en lo alto de la carrocería del coche, y arrancamos con él encima. Cuando llegamos a la carretera general nos acordamos del tiesto, pero Joan dijo que seguro que se había caído por ahí y que no quería dar la vuelta para buscarlo. En ese momento vemos caer el tiesto de la discordia por la luna de detrás, y claro, le hice parar y recoger el maltrecho kalanchoe que me había regalado una compañera de trabajo y que me encantaba.

Tres cuartos de hora más tarde llegábamos a Ciutadella, no podíamos creer que ya estábamos en casa, y a mí me sucedió algo verdaderamente sorprendente: los 5 días que estuve en el hospital tuve los tobillos y los pies tan hinchados que no me podía ni abrochar las sandalias, y eso que paseaba arriba y abajo continuamente para que bajara el edema, pero nada. Pues fue llegar a mi casa, y en dos horas ya tenía los pies como siempre. Increíble, verdad?



viernes, 2 de octubre de 2009

Y en mi alma amaneció

El relato de mi parto

El martes 15 de septiembre ingresé en el hospital a las 8 de la mañana; estaba muerta de miedo ante lo desconocido. A las 10 me visitó la ginecóloga, me hizo un tacto y me dijo que continuaba teniendo el cuello del útero intacto, es decir, que no había trabajo de parto ninguno. Nos explicó a Joan y a mí el procedimiento al que iban a someterme para inducirme el parto, y tuve que firmar una hoja de consentimiento informado. Y a las 10 y media me introdujeron en la parte más alta de la vagina, junto al cuello del útero, la tira de prostaglandinas.

Al cabo de una hora comencé a sentir contracciones, eran flojitas y estuvieron monitorizándome durante una hora. Como no había dinámica de parto propiamente dicha me aconsejaron que caminara mucho; así que me tiré un par de horas caminando por los pasillos del hospital, a ratos con mi madre y a ratos con Joan. A la hora de la comida, sobre las 2, las contracciones comenzaron a ser más fuertes, pero siempre absolutamente irregulares en cuanto al tiempo. Después de comer continué caminando por los pasillos, y a eso de las 5 de la tarde ya tenía contracciones cada minuto; empezaban a ser durillas, y en todo momento me recordaban mi madre y Joan que respirara, ya que me iba desesperando y se me olvidaba; pedí que volvieran a monitorizarme, y entonces se vio que efectivamente las contracciones eran mucho más regulares e intensas, y en otro tacto comprobó la ginecóloga que el cuello del útero se había reblandecido al fin, pero no estaba dilatada para nada.

Me encontraba bastante mal, hubo un momento que comencé incluso a llorar de dolor porque aquellas contracciones no cesaban, y no tenía tiempo para recuperarme físicamente entre una y otra. Me mareaba, estaba empapada en sudor y vomité.

Decidieron retirarme la tira de prostaglandinas para ver si las contracciones cesaban o si por el contrario el trabajo de parto continuaba. Estaba tan deshecha que por una parte deseaba que aquello parara un poco para poder recuperarme, aunque eso supusiese una demora. Pero no cesaron. Continuaron siendo cada minuto y entonces decidieron bajarme a una sala de dilatación.

Sólo podía acompañarme una persona, la idea era que fuese Joan, pero me encontraba tan mal que quise que entrara mi madre; sé que ni la comadrona ni las enfermeras lo entendieron porque intentaron que cambiara de idea, pero yo me sentía morir y necesitaba a mi madre conmigo; además, sabía que mi madre entendía perfectamente lo que yo estaba pasando; Joan se portó muy bien y no puso ninguna pega.

Las horas que pasé en la sala de dilatación se me desdibujan en la memoria. Era una habitación muy pequeña, sin ventanas, y hacía mucho calor. Me pusieron un camisón de esos que se cierran por detrás y por los hombros, y allí me quedé con mi madre a solas durante casi todo el tiempo en espera de la tan deseada dilatación. Fueron unas horas muy largas, volví a vomitar, y a los sudores fríos se le unió un tembleque muy fuerte, que tan pronto necesitaba taparme con la sábana como destaparme y pedir a mi madre que me abanicara; al rato de hacerme una exploración en la que me dijeron que el cuello ya se había abierto dos centímetros, sentí como si me hubiera orinado encima, pero se trataba de la bolsa de aguas, que se había roto. El líquido era claro, lo cuál era una buena señal de que el bebé estaba bien.

A partir de ahí todo fue por suerte muy rápido; pronto estaba en 4 centímetros, me preguntó la matrona si quería epidural, yo la suplicaba de hecho que me la pusieran ya por favor, y ella me dijo que vale, pero que cuando comenzara el periodo de expulsión me bajarían la dosis para que pudiera sentir las contracciones y empujar. Le dije que por mí no había problema, pero que por Dios, me pusieran algo que me permitiera descansar un poco, porque me encontraba exhausta y temía no tener fuerzas para empujar cuando llegara el momento. Me pusieron en ese momento una vía con suero porque estaba bien deshidratada y exhausta.

Me pusieron también un enema, que lejos de incordiarme me alivió bastante, y sobre las 10 de la noche nos dijeron que tardaría aún unas 10 horas en terminar. Pasó sólo una hora, los dolores eran insoportables, y la matrona volvíó a explorarme; sorpresa: estaba dilatada de 8 centímetros y ya no había posibilidad de poner ninguna anestesia. Cuando escuché aquello creí morir; dijo que ya quedaba muy poco, y que de hecho lo que quedaba era lo más fácil y lo menos doloroso; mi madre le dijo que de eso nada, que lo que quedaba era lo peor, y por un momento medio discutieron. La comadrona se molestó y se fue, y en su lugar vino una ginecóloga a atender el parto.

Pronto sentí durante una de las contracciones ganas de empujar, y en seguida la enfermera convirtió la cama en la que estaba tumbada en un potro, sacaron unos estribos para que apoyara los pies y me dio por arrancarme en plan superman el camisón aquel y quedarme prácticamente desnuda. Con cada contracción y pujo creía morir, pero pensaba “tengo que traer al mundo a mi hijo” y con esa idea en el centro de mi mente empujaba lo más fuerte que podía.

Pasó una hora y media. El bebé había descendido pero no lo suficiente; y la ginecóloga decidió utilizar una ventosa para terminar ya con aquel suplicio. Cuando la metió dentro de mi vagina me incorporé en la cama, no sé cómo ni con qué fuerzas, y chillé como loca que me sacara aquello, que me moría del dolor, pero tanto la ginecóloga, como la enfermera y mi madre me decían que no me moría y que empujara fuerte que ya estaba el bebé aquí. Me dijo que si quería tocarle la cabeza pero yo tenía miedo de que al incorporarme el bebé volviera a subir, y le dije que no, pero mi madre se asomó y vio que efectivamente ya estaba allí.

Y ya todo fue muy rápido. De repente sentí entre las piernas un calor muy agradable, el mismo calor que se siente en la piel cuando alguien nos toca, y noté cómo resbalaba algo muy rápido desde dentro hacia fuera de mí. Y de golpe y porrazo, tenía a mi bebé sobre mi barriga, mirándome con los ojos muy abiertos y con cara de sorpresa. Estaba moradito y mojado, brillante, y me pareció muy largo. Fue tan sorprendente que apenas podía relacionar los dolores que llevaba horas sintiendo con la personita que de pronto y como por arte de magia me miraba desde mi barriga. Me salió del alma decirle “bienvenido”. Me pareció que se parecía mucho a su padre, y me fijé también en que tenía unos pies muy grandes. Y le conté los dedos, de las manos y de los pies, no sé por qué extraña razón esto me parecía muy importante. La enfermera dijo en voz alta que eran las doce y veinte del 16 de septiembre.

Vino otra contracción pero ya no me pareció siquiera que doliese, apenas empujé un poquito y salió la placenta. Esto sí que fue sorprendente, qué aspecto más raro, parecía un filete de hígado enorme. La ginecóloga cortó el cordón umbilical y se llevaron a Adrián a una mesita que había al lado para pesarle, medirle, ponerle una inyección de vitamina K, y probablemente más cosas que entre la sorpresa y el agotamiento ni me enteré. Mientras tanto, la ginecóloga me cosió tres puntos internos, por suerte me había librado de la episiotomía. Yo no podía apartar la vista de Adrián, estaba francamente alucinada, y la enfermera me dijo que por fin me veía sonreír después de tantas horas. Me lo pusieron al pecho pero no se cogió, en su lugar no paraba de hacer ruiditos como de quejas, no llegaba a llorar pero parecía bien fastidiado de que le hubieran sacado así a las bravas. Las cuatro mujeres que estábamos dentro de aquel paritorio (mi madre, la ginecóloga, la enfermera y yo) comenzamos a darnos besos y enhorabuenas, fue un momento muy bonito.

Y mientras intentábamos que se cogiera al pecho, vino la comadrona con todo el papeleo del hospital, pero yo estaba como flotando y prácticamente no me enteré de nada de lo que me dijo.

Me pasaron con el bebé a otra cama para subirme a planta, y mi madre salió a avisar a Joan, pero por desgracia no estaba en la sala de espera. Una vez llegamos a la habitación, el papá del otro bebé con quien compartíamos habitación, se bajó a dar una vuelta por el hospital a ver si lo veía, pero tampoco le encontró. Se me encogió el corazón al ver que no lo encontrábamos. Además, una enfermera me cogió al bebé y me dijeron que se lo llevaban al nido a pasar la noche para tenerle en observación. La razón era triple: bajo peso (2590 gr), parto con ventosa y escaso líquido amniótico. Por fin conseguimos un teléfono móvil y mi madre llamó a Joan y le dijo que Adrián ya había nacido. Al parecer se había ido a dormir al coche, ya que esperaba que el parto durara 10 horas como nos habían dicho en un principio. El pobrecillo se pegó un buen susto, y sé que le supo muy mal no haber estado en la sala de espera cuando salió mi madre a avisarle.

Pasé toda la noche en vela, incapaz de dormir, excitada por todo lo que había vivido y preocupada por el bebé. Mi madre se quedó en la butaca de la habitación, pero creo que tampoco durmió, y Joan se bajó otra vez al coche. Antes de bajar entró en el nido para conocer a su hijo, y estuvo un ratito con él.

Aquí empezó la pesadilla del hospital, en el que estuvimos 5 días encerrados y del que salimos el domingo 20 firmando un alta voluntaria porque ya no podíamos más. Esta parte de la historia, la dejo para la próxima entrada.